1. Pasión.
Toda
guerra empieza con una pasión desbordante, con fanatismos que vendan los ojos
de quienes los padecen. Toda guerra empieza así, con un amor exagerado y
malentendido. Hitler por ejemplo, no desató la segunda guerra mundial por odio,
sino por su exceso de amor hacia un país, hacia una raza, hacia una manera de
entender el mundo. Y esa abundancia de amor convertida en fanatismo, expuso
ante la humanidad la lenta maquinaria que convertía su exceso de amor en odio
agazapado.
2. Preludio de guerra.
Después
los ejércitos se preparan, se llenan de ímpetu y valentía. Se paran frente a
sus enemigos convencidos de que saldrán victoriosos, pero no son más que
marionetas de los fanatismos y sus inventores.
3.
Comunión
(después del azar y la guerra)
Durante
la guerra, la rabia, el azar y el dolor se apoderan del escenario y, después de
ella, los remordimientos y las ruinas impregnan el ambiente de una extraña y
cálida comunión. Ahí es cuando los enemigos se reconocen y son capaces de
grandes gestos que redimen a la humanidad entera. Ahí es cuando un luchador
puede sostener a su enemigo entre sus brazos, echarle un poco de agua en las
heridas y respetarle la vida o la muerte o lo que sea necesario.
4. Amor.
Y
al final, cuando las lágrimas ya no hagan ruido y las nubes negras se disipen
en los corazones, quedará como siempre el mismo faro en medio de la misma
estúpida tormenta, quedará el amor sin barreras y sin entregas de muerte,
quedará ese amor que sobrevive de pie sin reclamos, sin fanatismos, sin
cadenas.