sábado, 4 de noviembre de 2017

La amapola de Quevedo

El pasado viernes trece de octubre asistí –en la antigua casona donde Gabo terminó su bachillerato en Zipaquirá— a la obra de teatro: La amapola de Quevedo. Siempre me ha parecido bastante ridículo escribir sólo elogios sobre algo (película, libro, canción, obra teatral, pintura, etc.), pero me parece más ridículo no hacerlo cuando los merecimientos saltan a la vista. Ese viernes llegué a las siete de la noche sin mucha expectativa, pero dispuesto a entrar en los recovecos de la vida de Guillermo Quevedo Zornosa (músico, poeta y compositor que marcó la historia de Zipaquirá). Como todas las sillas estaban ocupadas, me quedé de pie atrás de los asistentes en el inmenso patio inundado de viento frío. Pero no me cansé por haber permanecido de pie durante los cerca de ochenta minutos que duró la obra. El honesto drama, la comedia justa, la autenticidad de los personajes, la pertinencia del vocabulario, la precisión de los diálogos, la música de Guillermo Quevedo Z. sonando en vivo y la utilización de los enigmáticos espacios de esa inmensa casona antigua me mantuvieron ebrio de dramaturgia, atento al siguiente gesto de cualquier actor e invadido por la Zipaquirá de principios del siglo XX.

El enfrentamiento entre el compromiso político del protagonista y su relación amorosa con María Navas, mantuvo una tensión dramática que no abandonó la dura realidad pero tampoco el romanticismo más puro. El dilema existencial de un hombre que siente que luchar por un “mejor” país es un deber de todos, pero que al mismo tiempo se vuelve un manojo de nervios cuando ve a su amada, convierte la historia en un nudo existencial que mantiene al auditorio atado a la siguiente escena.

La puesta en escena de la doble moral que en pleno 2017 estamos lejos de superar, fue otro ingrediente que nutrió la ambiciosa obra. De esto se encargó la señora que, de puertas para afuera, reflejaba una realidad que no era más que el frágil maquillaje que ocultaba un hogar violento y machista. “Al contrario Blanca, tengo que estar agradecida con Dios por haberme casado con un hombre de su altura”, dice Rosario (la cita no es textual sino de memoria) justificando la fatalidad de su destino al lado de ‘su’ hombre. Así mismo, podría hablar de la genuina amistad entre Enrique y Guillermo, o del compromiso del general Sánchez, o de la preocupación de Blanca Navas por su hermana, o de la complicidad entre Conchita Quevedo y su cuñada, o de la metamorfosis que sufre el personaje de María por esperar el regreso de Guillermo de la guerra y por una fuerte pérdida familiar, o del montón de recursos que hicieron de la obra una experiencia impactante, compleja e inolvidable; pero convertiría este texto en una inútil lista de méritos que siento innecesaria porque la obra no necesita que nadie la defienda. Es fuerte, valiente y honesta. La amapola de Quevedo habla por sí misma. 

Recuerdo algunas frases –que no cito de forma textual sino como las rescata mi memoria— que permiten entrever el poder del contenido de la obra: “La amapola es mi flor favorita (clave del drama y el romance)”, “Prefiero no meterme en política... Pues tarde o temprano la política terminará metiéndose contigo”, “¿Para qué sirve la guerra? Para demostrarnos lo estúpidos que podemos llegar a ser los seres humanos”.

Al final de la obra, en medio de los aplausos que a las nueve de la noche de ese viernes se confundían con las heladas gotas de una tímida llovizna, pensé que tenía que volver al siguiente día. En efecto, el sábado 14 de octubre volví al mismo patio de la inmensa casona antigua –ahora llamada centro cultural Casa del Nobel—, me logré sentar en segunda fila –desde donde tenía una panorámica perfecta para recorrer con mis sentidos todo el escenario— y volví a entregarme indefenso a la magia del teatro local de mi ciudad. Volví a llorar y a sonreír con el indescifrable y jugoso placer que me han producido los libros más deslumbrantes, las mejores películas y las canciones más alucinantes.

La conclusión más poderosa que ahora le arranco a toda esta experiencia, es que necesitamos cada vez más expresiones artísticas honestas y bien hechas que nos hablen de nosotros mismos, que no le tengan miedo a ser profundas y abordar temas trascendentales, que nos sirvan de linternas para iluminar el sendero de nuestra identidad y así nos permitan destruir esta oscuridad de no saber quiénes somos o qué debemos hacer para profundizar en nuestras vidas o por qué somos como somos. Ojalá que pronto pueda repetir la experiencia con más expresiones artísticas locales, y, por supuesto, ojalá que pueda volver a asistir a La amapola de Quevedo.


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